Un estudio efectuado en EE.UU. en 1998 arrojaba un resultado
sorprendente: de los 3.850 jugadores de las cuatro grandes ligas
profesionales masculinas del país (fútbol americano, béisbol, basket y
hockey hielo), ni uno solo era gay. Es más: tampoco se hallaba ningún
homosexual confeso entre propietarios o técnicos de las franquicias.
¿Acaso el deporte profesional vive una realidad distinta a la del resto
del mundo? La conclusión es obvia: no. Haberlos, los hay, pero se
esconden por temor a las consecuencias, al rechazo de compañeros,
estructuras empresariales, patrocinadores y público. Es la ley del
silencio.
El citado estudio arrojaría resultados similares hoy, 13 años después
y extendido, por ejemplo, al deporte profesional de equipo en Europa,
fútbol incluido. Salir del armario sigue siendo un acto de
consecuencias impredecibles.
La historia del deporte está llena de estigmas y matices relacionados
con la homosexualidad. Aunque hay casos en todas las disciplinas
(rugby, halterofilia, fútbol, remo, hockey hielo, etc.) existen
prácticas deportivas, distintas en hombres y mujeres, donde el índice de
gays y lesbianas es tradicionalmente más elevado. En chicos destacan
los saltos de trampolín o el patinaje artístico; en este último caso,
una estimación reciente consideraba que entre el 25 y el 50% de los
profesionales son homosexuales. En féminas sobresalen el tenis y el
golf, pero también modalidades de equipo como el balonmano o el basket.
Han sido las mujeres quienes han mostrado mayor coraje a la hora de
decirlo, quienes más alto y más claro han hablado. Y quizá contribuye a
ello el hecho de que una de las primeras en admitirlo fuera una figura
capital como la tenista Martina Navratilova. Pese a que pagó la factura
con ciertas dosis de rechazo –algunos sponsors se retiraron– se
mantuvo firme y con la cabeza alta y su ejemplo cundió. Luego se le
unió gente de talla como Billie Jean King, Jana Novotna o Amèlie
Mauresmo en su mismo deporte, o las golfistas Rosie Jones y Karrie
Webb. Aun hoy continúa siendo más habitual salir del armario en
deportes individuales que en los de conjunto, donde las dinámicas de
convivencia son mucho más complejas. Pese a ello, hay ejemplos de
renombre como la jugadora de la WNBA Sheryl Swoopes.
Entre los hombres dar el paso cuesta más. Primero, porque el deporte
masculino genera un mayor volumen en todos los ámbitos, tanto en
negocio como en eco mediático o número de aficionados, y las
consecuencias pueden ser más severas. Y segundo porque la testosterona
es más primaria y sus reacciones homofóbicas, más virulentas. Los
vestuarios son un bunker protegido del exterior y lo que allí se sabe
se mantiene en secreto.
La lista de deportistas abiertamente gays es muy corta, y en muchos
casos los nombres se han añadido a ella una vez retirados. Es el caso de
uno de los pioneros, Dave Kopey, runningback de la NFL que se postuló
en 1975, una vez terminados sus diez años de carrera profesional, o del
decatleta olímpico estadounidense Tom Waddell, fundador de los Gay
Games, cuya primera edición se celebró en 1982.
El tiempo ha puesto al descubierto que algunas leyendas, como el
tenista Bill Tilden, primer hombre que completó el Grand Slam en los
años 20, tenían tendencias homosexuales, pero era un secreto cuando él
vivía. Tampoco ha ayudado a convencer a los indecisos que algunos casos
tuvieran mal desenlace. El estadounidense Greg Louganis, cuatro veces
campeón olímpico de salto de trampolín y uno de los pocos atletas que
asumía su homosexualidad a pecho descubierto, contrajo el VIH, y el
futbolista inglés Justin Fashanu acabó suicidándose poco después de
confesar públicamente que era gay.
El Mundo Deportivo
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